mércores, 18 de novembro de 2009

Las sonrisas de Blanca

Cuando nació, tenía la piel tan clara que le llamaron Blanca.
Si le hubiesen pintado de rojo su pequeña y redonda nariz, hubiese pasado como hija del mismísimo Charlie Rivel. Algo que la marcaría para el resto de su vida.
Tenía el don de arrancar una sonrisa a todo aquel que se cruzaba en su camino, cualidad que no dejaba de sorprender a quienes con ella convivían a diario.
La tarde en que la conocí me comentó que era artista, formaba parte de una compañía de músicos, titiriteros y actores ambulantes que recorrían fiestas populares subidos a una destartalada carreta, tirada por una mula tan tozuda como la propia Blanca cuando se proponía algo.
Blanca guardaba un secreto que no contaba a casi nadie:
de mayor quería ser payasa y seguir repartiendo sonrisas en destinos remotos a aquel, donde los niños no tienen tantos motivos para sonreir como los de por aquí, pero no han perdido la ilusión porque alguien aparezca y les haga volar con la imaginación lejos, muy lejos de aquel lugar, donde la mayoría de adultos, ocupados en hacer la guerra, han olvidado que algún día también ellos sonrieron.